Éste viene siendo un año de Bodas que no son las típicas. Y cuando me refiero a "atípicas" hago referencia a que me llegan las parejas que realmente quiero tener y que sé que disfrutan de mi fotografía y mi forma de ver y sentir.
No esperan ciertas fotos, no están desesperados por cuestiones de técnica que no conocen ni les interesa en muchos casos, sino que necesitan volver a sentir momentos que vivieron y ver cosas que no pudieron registrar: rostros, expresiones, locura, calma... mensajes ocultos.
Estas Bodas hacen hincapié más en sentir que en mostrar. No buscan reflejar algo que no son, prefieren otros espacios, otras formas, más personales, algo que los identifique con quienes son y como son. En rodearse de quienes quieren tener a su lado - y parafraseando a una novia que tuve hace un tiempo: a quienes son merecedores de ver su vestido de novia - en disfrutar, celebrar, vivirlo. Rodearse de sus amigos, afectos, familia.
Me vengo cruzando con Casamientos que son reuniones familiares, llenos de miradas emocionadas, pequeños momentos perdurables para siempre. Unos que se meten en medio de las sierras como una juntada de día de campo, a comer, beber, relajarse. Otros que deciden salirse del circuito típico de eventos (salones, organizadores, decoradores) y deciden hacer todo por su cuenta. Algunos que deciden transformar un restaurante en un momento de disfrute, relajado donde los afectos cobran importancia y los tiempos no están marcados por nadie. Sólo se disfruta... La emoción pasa por lo que sentimos, no por lo que vemos.
Nada me pone más feliz que todo eso. Porque habla de la autenticidad de las parejas que llegan a mí, que de cierta manera son un reflejo de mi persona. Porque después de todo, una Boda es una Celebración, y una celebración implica todo eso y es lo que perdura para siempre, lo demás, es adorno.